Cuando uno tiene la ventaja de comparar aspectos de la vida en diferentes épocas de nuestro devenir histórico, no puede evitar preguntarse hasta que punto perdemos en el camino esos pequeños placeres que nos hacen la vida tan deliciosa y atractiva, en aras de un progreso totalmente rendido ya al consumismo masivo y descontrolado.
Uno de esos aspectos es el sabor y el olor de los alimentos. Analicemos, por ejemplo, las frutas:
Hasta no hace muchas décadas, las frutas que llegaban al consumidor de las ciudades habían madurado a su debido tiempo, se habían embriagado del calor solar y de los aires sanos de campo.
Cada época daba, muy inteligentemente, sus frutos: en invierno los que son ricos en vitamina C y jugosos para prevenir catarros, en verano fruta dulce y con mucho agua, para sofocar los calores estivales….
Cada estación cambiaba el aspecto y el surtido de las fruterías y se consumían con deleite los primeros productos de temporada….
¡Créanme! Era un auténtico y voluptuoso placer tomar, por ejemplo, una ciruela madura, con la piel teñida por el sol en infinitas tonalidades de ocres, amarillos y dorados que a duras penas podía contener una pulpa almibarada, con un olor a verano, a calor, a deleite puro, y reventarla en la boca, dejando escapar todo ese caleidoscopio de sabores, sensaciones y olores…, o por ejemplo, las carnosas, picaronas y tentadoras cerezas en su envoltura carmesí, los tersos ,…Y ¿Qué me dicen de los higos? ¡Que aroma tan mediterráneo! ¡Tan nuestro!
No es casualidad que muchos placeres puramente carnales se asocien a determinadas frutas….
Quien haya disfrutado de esas sensaciones no las olvida. Dos de los sentidos que más impactan en nuestra memoria son el olfato y el gusto. Por eso actualmente mucha gente paga precios astronómicos por fruta de calidad.
Se paga por volver a experimentar esas placenteras sensaciones que nos devuelven a nuestra feliz y despreocupada infancia, donde todo era más racional y más a la medida del ser humano.
Pues bien… ¡Todo esto se acabó! Da igual la fruta que uno coma actualmente, porque toda sabe igual. ¡No me extraña! Se las deja madurar en cámaras. La cuestión es que si la gente quiere cerezas en pleno mes de enero ¡Pues se les dan cerezas!, que por lo visto las traen de climas más cálidos donde se han recogido aún verdes para que aguanten el largo viaje hasta nuestros mercados, viaje durante el cual irán madurando por puro tedio, a su libre albedrío y no quiera ustedes saber al calor de que fuente.
Déjelas en una fuente con toda tranquilidad, porque ni los gusanos las quieren. Sólo el “bípedo racional” es capaz de ingerir estropajo con la ilusión de comer fruta jugosa.
Ahora bien, ¿Que usted, todo un sibarita, quiere cerezas en enero pero con el sabor que tienen al ser recogidas en su punto de maduración? ¡Pues eso se paga! Porque esas cerezas viajan en “Bussiness Express”
Y la cosa no queda ahí… hay que darle al consumidor “sopas con ondas”… lo que se nos ocurra y cuanto más antinatural, ¡mejor! Nos hemos convertido en pequeños pseudo dioses que cambian las cualidades de los productos naturales a nuestro antojo. ¿Cómo explicar, si no el incremento en alergias y demás anomalías que padecemos?
Estimados amigos, no estoy en contra del progreso ¡Dios me libre!, pero reflexionemos si realmente nos compensa, en algunos casos como el del presente artículo, perder esos placeres por un consumismo tan opresivo y desmesurado.
Justine de la Bretonne
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